FDO: Ana María Pérez del Campo
FUENTE: EL PLURAL
Cuando se revuelven las huestes de la extrema derecha, las primeras en perder todo lo alcanzado somos las mujeres.
Ahora, cuando fuera de toda explicación racional -como siempre- se revuelven las huestes de la extrema derecha, con el fin de abrir el camino a sus propósitos dictatoriales, sin importarles, un bledo, que esté en juego la vida de toda la ciudadanía. Ahora, es cuando las primeras en perder todo lo alcanzado somos las mujeres.
Obtener titulaciones académicas, conseguir cargos políticos por relevantes que sean, no confieren el poder imprescindible para decidir en consecuencia, si queremos conservar lo que con nuestro esfuerzo y capacidad hemos llegado a lograr siguiendo el postulado Feminista que proclama la igualdad de derechos y deberes, sin menoscabo entre uno y otro sexo. O lo que es lo mismo, la fundamentación de la igualdad en el reparto equitativo del poder entre ambos sexos.
Las subsistentes desigualdades sexistas persisten en todos los ámbitos de la vida de las mujeres; no es mi propósito abarcarlos todos en la brevedad de esta exposición. Por ello, me ceñiré exclusivamente al Eje que propicia todas las demás, la violencia de género subsistente.
Se trata de un delito que, en 1980, la Declaración de Naciones Unidas, calificó como “El Crimen más numeroso del mundo”, y que en el año 2005 me llevó a asegurar en la publicación (Cuaderno de derecho judicial, “influencia de la violencia de género en los procesos de separación y divorcio), “ como el instrumento más directo y efectivo para conseguir la consolidación eterna de la ideología patriarcal que consagra la discriminación flagrante de la mujer imponiendo su sometimiento y obediencia bajo control del varón.
Si se ignora un hecho tan indiscutible por la clase política actual y las instituciones del Estado, si lo olvidan o lo pasan por alto, a pesar del precepto constitucional que hace derivar la justicia del pueblo, es decir, del conjunto de la sociedad; será imposible cumplir en nombre de la justicia la función punitiva y el reproche social pertinente a los delitos de violencia de género, en que, no se olvide el agresor es el hombre y la victima la mujer, no a la inversa. Es decir, como aseguré entonces, hace 15 años, la profecía se ha cumplido, afirmaba entonces “en tanto no se asuma la disyuntiva, la impunidad de la violencia de género seguirá su curso, en forma más o menos solapada; y no habrá elaboración de ley, por aquilatada y afinada que sea, que logre poner coto o detener ese pertinaz fenómeno que constituye ya en nuestro país y en el resto del planeta una autentica pandemia de violencia de género”.
Y así seguimos 15 años después, enfrentándonos a que nos vuelvan a encerrar en las profundidades del androcentrismo patriarcal.
El origen de la desigualdad entre los sexos recibe un acaparamiento masculino del poder, que impone de suyo una injusticia, tan complicada como es la violencia masculina contra las mujeres y los hijos e hijas comunes.
Hace 15 años dije, y ahora repito, que en modo alguno se puede obviar la enorme responsabilidad que representa abordar y conocer sin dubitaciones las características de la violencia de género y todo el proceso de la misma, que nos desvela su complejidad tanto por el carácter inesperado como aleatorio que representa asentado sobre multitud de falsas creencias educativas, y de los múltiples y diversos perjuicios que lo alimentan.
Todo ello hace indispensable, tanto para quienes trabajan por erradicar los daños, la complejidad de los mismos, la transmisión generacional y la salvaguarda de la vida de las víctimas, mujeres e infancia, como para quienes ostentando el cargo político correspondiente, que les permite formular la acción política, imprescindible, hasta lograr su extinción, cuenten con una dilatada experiencia, para evitar un error imperdonable que cause daños irreparables a las víctimas, -mujeres e infancia-, a las que teóricamente se pretende ayudar.
Los hijos e hijas de la violencia, aquellos que conviven con un padre que la ejerce contra la madre están interiorizando a través de su propio sufrimiento una conducta que depende enteramente de la socialización en la que están inmersos, y de los condicionamientos sufridos durante su infancia.
En este sentido no cabe duda, como afirma, Ashley Montagu, antropólogo y humanista, “que la única forma de aprender a amar, es siendo amado, y la única forma de aprender a odiar, es siendo odiado”.
Por todo ello la violencia aprendida y la sumisión asumida por los hijos e hijas que se desarrolla en un núcleo familiar presidido por la Violencia Sexista, no solo condiciona sus vidas a través de la imposición sufrida sino que a su vez consuman la transmisión generacional de una violencia irracional que impide cualquier atisbo de igualdad entre los seres humanos.