Justicia para ricos

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Los ciudadanos de este País se han visto en la tesitura de soportar la megalomanía de algunos gobernantes, que, encaramados a la altura política de sus cargos, se han entregado a dilapidar el erario público en realizaciones ostentosas de corte faraónica, enteramente superfluas e inadecuadas, atentos los mencionados a la prosperidad de su intereses particulares antes que a velar por los derechos y la prosperidad de los gobernados, como reclama la autenticidad de toda democracia. Blindar el futuro de sus economías familiares con prebendas suculentas que las garanticen, parece ser la preocupación constante de estos ejercientes de la Política Profesional, sin reparar siquiera en que la contrapartida de su reprobable hacer pueda ser la devaluación con hipotecas usurarias y otras prácticas perniciosas, del Estado de Bienestar ciudadano.

Claro está que este reproche no puede extenderse a la llamada clase política en su totalidad, en la que no dejarán de encontrarse excepciones honrosas. Pero es lo cierto que esa quiebra ética en el quehacer de nuestros gobernantes lo suficientemente reiterada como para que los gobernados hayamos tenido que afrontar sin beberla ni comerla una crisis económica de proporciones impredecibles, una bancarrota de cuya responsabilidad el ciudadano común se siente moralmente exonerado, a no ser por la imprevisión con que en las últimas elecciones ha prestado su pretendido «voto de castigo» con tal exceso que ha permitido la formación de «mayorías absolutas» adversas al sentido democrático, por entregarse a gobernar con el autoritarismo más descarado, a golpe de «Decreto-ley», algo que tiene bien poco que envidiar, sea en la forma o en el fondo, a los modos y maneras que convierten de hecho al sistema constituido del «Estado social y democrático de Derecho» en una intolerable «Dictadura de Partido».

El común del electorado, que con no infrecuente ironía calificamos de «Pueblo Soberano», conoce con pelos y señales hasta los últimos detonantes del desastre económico a que nos ha conducido una gestión política volcada en la aceptación y compromiso del poder financiero erigido en un gobierno de la Banca en la sombra.

Resulta intolerable que, como solución a una catástrofe económica que ha sido inducida en beneficio de los poderosos, se pretenda saldar la cuenta a golpe de recortes económicos dirigidos principal y casi exclusivamente contra las capas más vulnerables de la población con riesgo de arrumbar día a día a la clase media española. Como en cualquier otro descalabro social, son las mujeres y sus hijos en edad infantil los que constituyen la gran mayoría sufrida de la población, que soporta los quebrantos, desde la persistencia de la discriminación salarial hasta los permisos por maternidad, etc., de forma que su capacidad económica resulta siempre precaria, e incluso evidentemente empobrecida, ocupando por consiguiente el protagonismo de la nueva pobreza.

Es más que sabido que los recortes y las restricciones económicas, sin ser por sí solos la panacea de todos los males, pueden y deben abordarse desde presupuestos diferentes, en atención a finalidades tan justas y saludables como la de cargar la responsabilidad tributaria sobre quienes nadan en la abundancia; el acabar con los paraísos fiscales; perseguir el fraude fiscal, y poner el adecuado término a los escandalosos privilegios económicos de que aun disfruta la Iglesia católica española con sus 21.000 millones de euros al año.

No es cuestión de prodigarse en la enumeración de las diversas fuentes de acceso económico a las que acudir sin caer en el atropello de mandar a galeras a una sufrida población, que ni gastó por encima de sus posibilidades, ni se creyó aquello del «milagro español», pero sí que confió en cambio, en la solvencia proclamada de los principios y derechos fundamentales de la Constitución en 1978.

No descubrimos ningún secreto al afirmar, a estas alturas de nuestro desarrollo democrático, que la credibilidad en nuestro sistema vigente están desapareciendo a pasos agigantados: nadie puede aceptar que la gestión política de la crisis tenga que retrotraernos 60 años atrás, a los inicios de la década de 1950; no se puede aceptar que la solución pase por regresar a la fórmula caduca de la creación de élites sociales en base a su selección ideológica, de tal suerte que únicamente puedan adquirir educación y conocimientos quienes tengan medios sobrados para ello; que sólo los ricos tengan derecho a una sanidad de calidad y a una vivienda digna, más aun suntuosa, en tanto que la mayoría de la sociedad queda al servicio de los potentados, quienes, con la oportunidad de la crisis, incluso se enriquezcan todavía más.

Pero hemos llegado al punto en que los recortes que aumentan en proporción geométrica la cifra de ciudadanos en paro, ha alcanzado el límite de lo insoportable, al obstaculizar en la práctica, mediante el establecimiento absolutamente impertinente de las llamadas «tasas judiciales», el ejercicio del derecho constitucional de todo ciudadano a la tutela efectiva de la justicia en la defensa de sus legítimos derechos e intereses.

Una Justicia-para-Ricos: ¡en plena pretendida democracia!

Es imprescindible comprender que la introducción de gabelas o sobreañadidos de signo feudal a costa del que demanda justicia, impide que el Gobierno democrático que caiga en tan claro ejemplo de antijuridicidad, pueda exigir a los ciudadanos el cumplimiento puntual de las leyes. No hay «auctoritas» (que es «servicio a» la comunidad) del Estado frente a la reclamación de justicia por el ciudadano, sino la incertidumbre del «autoritarismo» (que es «servirse de» de los demás en beneficio propio), cuando el Poder del Estado no garantiza a su vez la «tutela efectiva» de su prestación.

Se ha iniciado así, una tortuosa senda, que pone en riesgo la virtualidad de la propia democracia, si ésta empieza a dejar de serlo porque se plantee el enfrentamiento fatal que supone el que en la calle haya estallado incontenible, el grito frustrante de la indignación insalvable al son de la queja ciudadana: «¡Que no nos representan!».