Hurto sagrado

Imagina, amable leyente que me sigues, que en tu afición por el senderismo tropiezas con un bosquecillo salvaje, medio oculto al borde de un recodo y discretamente regado por el curso natural serpenteante de un riachuelo. Haces un alto en el camino, te tomas un descanso, y te cruza esta idea por las mientes: ‘¿de quién será, me lo vendería?’. Hechas las oportunas averiguaciones, llegas al descubrimiento de que ni el terreno ni el arroyo tienen dueño, por lo cual conforme a la tradición de los cultos Romanos puedes hacer tuyo el hallazgo bajo la fórmula de lo res nullius (cosa de nadie).

Al paso de los siglos, con el enfeudamiento de las poblaciones como forma de socialización, se extiende por toda Europa la propiedad de los «bienes comunales». Pertenecen legalmente a todos los habitantes agrupados en conjunto y a ninguno de ellos en particular. Las tierras hispanas están todavía llenas de montes, terrenos y edificios comunales, de cuyos frutos pueden hacer uso adecuado los convecinos del lugar sin perjuicio del derecho que por igual asiste a todos los asentados: una propiedad de todos en general y de ninguno en particular.

Pues bien, tenía que llegar la época de la presidencia de Aznar y su Real Decreto de 1998 en relación con la ley hipotecaria, para seguir privilegiando a la iglesia católica, que no desaprovechó la ocasión, para mezclar el suculento condimento de lo «comunal» con lo «nullius» con el fin de apoderarse eclesialmente de cantidad ingente de propiedades populares, legitimando con el beneplácito gubernamental el robo de la Propiedad a registro armado en favor de la NO-ESTATAL religión católica, de cuantos bienes se hallasen a falta de inscripción registral por ser «comunales», esto es, pertenecientes a todo el pueblo. Hasta ahora solo Navarra cuenta con datos concretos sobre este espolio. Entre 1998 y 2007 la Iglesia registró en la comunidad Navarra 1086 bienes, entre locales comerciales, almacenes, viviendas, viñas, olivares, prados, atrios, un frontón, ermitas, templos y catedrales, la inscripción de la propiedad supuso para la iglesia el módico precio de entre 20 y 30 € y el conocimiento de estos datos se debe a la iniciativa del partido de Izquierda Unida. No es una temeridad pensar que cuando aflore al conocimiento público la inscripción efectuada en todo el territorio nacional la iglesia habrá pasado a ser la primera propietaria de bienes cuantitativa y cualitativamente en España.

Se han dado así situaciones tan surrealistas como la de ingresar en el patrimonio regido por la Conferencia Episcopal toda clase de edificios que hoy están oKupados por miembros consagrados de la Iglesia pero que en su día fueron construidos por la iniciativa, el peculio, los medios materiales y el esfuerzo personal de los vecinos agrupados. En otros casos se trata de locales que los del pueblo utilizan para su mero recreo y esparcimiento.

Para darle cierto barniz juridicista a semejante espolio alambicado se le ha llamado por el legislador de turno algo así como «bienes inmatriculados» u otros de parecidos bemoles, ya que carecen de inscripción nominativa que los identifique. El caso más chusco parece haber sido el del viejo sacristán que, viviendo en residencia anexa al templo parroquial y ambos inmuebles de propiedad comunal, se ha encontrado con la sorpresa de tener que pagar de pronto a la Iglesia un alquiler por el uso del que viene ocupando como hogar sin costo en razón de su oficio de muchos años.

El artilugio pseudojurídico de la «inmatriculación» ha desplazado al principio humanístico del «bien común».

Pérez del Campo Noriega

Mujer y Justicia