Hoy es 25 de noviembre
Hoy es día 25, se conmemora la tragedia del terrorismo machista, y a mis manos ha llegado al clamor de una mujer que puede representar a multitud de ellas, en el que la injusticia es lo que recibe quien denuncia, el espanto de la Violencia Machista.
Conviene leerlo despacio y preguntarse. ¿Qué hacer ante tanta injusticia?
Hoy me he levantado de la cama y, pese a que el cuerpo me pedía no salir de ella, he ido a trabajar. A simple vista parezco una mujer normal; camino, respiro, como, trabajo y duermo. Pero estoy muerta. Me asesinaron hace tres días. El arma homicida: una sentencia. El asesino: la jueza que absolvió a mi torturador y juzgó –aún soy incapaz de entender las razones—que yo era quien merecía el escarnio, el descredito, la muerte emocional y la condena social.
La jueza dijo que yo he mentido, que he denunciado en falso, que mi palabra carece de credibilidad. Ha repetido, ha hecho suyo cada argumento de quien trató de aniquilarme para, finalmente, acabar su trabajo. Y lo ha hecho, sí. Estoy muerta sin que nadie, ni el maltratador ni su señoría, hayan tenido que marcharse las manos.
Y como fantasma, con cuerpo pero sin espíritu, camino por un páramo en el que el sentido común parece ser el menos común de los sentidos. Como un remedio de Humpty Dumpty, su señoría me ha demostrado que es cierto eso de que no importa lo que yo diga, porque es ella quien tiene el poder para que las palabras signifiquen lo que desea. Y mi dolor, la aniquilación a la que el agresor me sometió, se han transformado por su voluntad en una fábula increíble. Nada importó que el Fiscal acusara y elevará la petición de pena casi una década en sus conclusiones, y que más tarde apelara la sentencia, ni que los testigos y peritos respaldasen todo mi horror.
No importa. Porque el poder –absolutamente carente de moral—se retroalimenta. Y si antes era una víctima que pedía justicia y dignidad, ahora una sentencia me ha convertido en un cadáver pestilente que espera la misericordia de ser cubierto con la tierra del olvido.
No sé si estaré para siempre condenada al silencio, pero ya no me importa. Seguiré caminando, trabajando, durmiendo, respirando…como si nada hubiera pasado porque no soy ni la primera ni la última mujer a la que asesinan en un Juzgado, y tal drama no merece empequeñecerse causando más dolor a quienes han estado conmigo y me han apoyado y creído. Pero me gustaría que mi muerte hubiese servido para algo, que no fuese vana.
Por eso me despido reivindicando, a modo de epitafio, que me incluyan en esa macabra estadística que contabiliza cadáveres. Porque no me sirve que el discurso oficial se llene la boca diciendo que nos asesinan porque no denunciamos, y si no lo hacemos no se nos puede proteger. Yo, y muchas como yo, hemos denunciado, hemos aguantado años tocadas con coronas de espinas y hemos recorrido el vía crucis judicial que nos han marcado, para acabar, al final, siendo asesinadas en una sala de vistas, ante los ojos de nuestros torturadores, sin que sus manos se hayan manchado de sangre.