De «papabile» a palpable

Desde el momento en que Benedicto XVI anunció su renuncia al papado, recomenzó el consabido recuento de los considerados «papábiles», aquellos miembros del Colegio cardenalicio cuyas circunstancias personales les otorgan cierta probabilidad de suceder, generalmente por causa de muerte y excepcionalmente en este caso por deserción del ya reinante.

Que si un sudamericano en razón de la cantidad y la vitalidad de la Iglesia en la América hispana; que tal vez un norteamericano, sea estadounidense, canadiense e incluso de la emergente potencia brasileira; y por qué no algún descollante purpurado del continente Africano. Todo ello, por supuesto, sin excluir de la quiniela el regreso después de tantos años a la secular tradición del Papa italiano. Y van ya la media docena, sin que haya que abrir paso a los más oportunista de entre los roucos españoles, porque al final se cumple siempre lo que dice el romano en la calle, que, traducido a lo que se habla por aquí, viene a ser: «el que entra en el Cónclave de papábile, sale al final de puto cardinale«.

Ahora bien, si pasamos de las especulaciones de lo «papábile» a lo visible y palpable, podremos valernos de los indicios razonables para augurar lo que cabe esperar en un caso tan excepcional como el presente. Benedicto pronunció su renuncio diciendo que después, pasaría a una vida de oración en la que quedaría como «desaparecido del mundo». Pero al cabo de muy pocos días, y al celebrar la última de sus audiencias generales como Papa, dijo desde la ventana de sus aposentos a la multitud que lo jaleaba llenando la Piazza de San Pietro, que su regreso a la privacidad no implicaba un estado de incomunicación ni le impediría asistir con total entrega a lo que de él pudiera requerir el Pontífice que lo sucediera.

Estas aclaraciones de Benedicto, unidas al hecho de que continuará residiendo en el recinto del Vaticano, en una edificación levantada a un centenar de metros del palacio apostólico, abre la posibilidad de que, según quien resulte ser el cardenal elegido como su sucesor, se ofrezca el panorama siniestro de un Papado Bicéfalo, con un Pontífice-ejecutivo en plenitud de fortaleza psicofísica y otro Pontífice-intelectual co-gobernando en la sombra. Tal modelo de papado valdría para el tándem Benedicto-Bertone, caso de que las discrepancias que últimamente han ensombrecido la dilatada colaboración de ambos sujetos a la vista del informe que sobre la crítica situación política de la Iglesia Vaticana han elaborado los tres cardenales octogenarios a encomienda de Benedicto XVI y al que él mismo ha aludido en varias ocasiones afirmando que mantendría el documento reservado en su poder hasta que lo entregue para su conocimiento en exclusiva a su sucesor.

Si éste, una vez vencidas antiguas discrepancias se suma al al aparente propósito siempre tardío y en todo caso demasiado débil, de enmendar Benedicto por sí solo las múltiples formas de corrupción –léase la inquisitorial del propio pensamiento del Papa cesante acallando la libertad de elaboración que pareció haber satisfecho a los teólogos en los textos del último de los Concilios (Vaticano II); la putrefacción de los dineros, o la impunidad de la pedofilia puesta en escandaloso evidencia durante los tres últimos decenios…–; asistiríamos a la lucha interna de una Iglesia dividida en el intento de salvarla de su total destrucción. Si por el contrario el Bertone electo se opone como Papa-efectivo a tal línea de gobierno, conoceremos asimismo con caracteres no menos dramáticos el desmantelamiento y naufragio irremisible de la nave de San Pedro.

No es cuestión de ensartar el nutrido género de supercherías que con el nombre de «profecías» se acumulan sobre este final de la Iglesia y la civilización «occidental» que la sustenta. Dicen los científicos a quienes he preguntado, que la energía presente en todo producto natural, puede jugarnos la mala pasada de presentarnos como realizables los sueños más estrambóticos en el curso y recurso cíclico del intercambio energético-material en que consiste la dinámica de la realidad.

Desde el punto de vista intelectual –añaden los historicistas–, tiene empeñada el filósofo Ratzinger una lucha teológica a muerte en contra del relativismo. Identifica la Ética con la moral, entendiendo como única moral verdadera el sistema convencional del cristianismo cerrado al absolutismo que fundó Pablo de Tarso. Pues sabido es que en la doctrina evangélica de Jesús el Nazareno nunca estuvo el propósito de «fundar» una nueva Iglesia. Sin embargo, si este criterio del cristianismo radical es el que ha llegado a prosperar y a imponerse en la historia es porque logro triunfar por elección en el llamado primer Concilio ecuménico de Jerusalén frente a la posición abierta del apóstol Pedro en interpretación de las palabras del maestro que recogen los sinópticos: ‘Yo no he venido a cambiar la Ley sino a perfeccionarla’.

Palpable, visible y comprobable es el trabajo de campo que la Ciencia, no la Filosofía al uso, toma en cuenta, al formular con los teóricos de la Termodinámica la sistemática universal –válida por tanto para todos los sistemas sin excluir la bioética racional–, del proceso de agotamiento de la energía útil en su intercambio con la materia en el proceso físico conocido como dinámica de la entropía hasta llegar al punto máximo de su degradación. ¿Es este el futuro inminente que espera al sistema patriarcal misógino vigente en la Iglesia vaticana y a su impulso en la sociedad mundial, de conformidad con las leyes de la Ciencia, y estamos a punto de presenciar el acto final de su historial bimilenario? ¿Tendrá por el contrario continuidad la tesis filosófica del teólogo Ratzinger y acabarán las luchas intraeclesiales a plena satisfacción para ambos bandos cardenalicios sin limpiarse de corrupciones como ha ocurrido siglo tras siglo prevaliéndose de la desesperada necesidad de creer de los fieles? No faltarán tal vez algunos de nosotros que puedan llegar a comprobarlo en la apretada sucesión de los acontecimientos a que asistimos.