Democracia-ficción

Mujer y Justicia

Quienes en su día soportamos la inacabable noche de la Dictadura franquista con la esperanza no obstante de que algún día llegaríamos a respirar los aires de libertad que los griegos en su tiempo calificaron apropiadamente de sistema democrático, o sea el «gobierno del pueblo por sí mismo»; no podemos dejar de sentirnos defraudados cuando comprobamos que la Constitución de 1978 a la que asignamos la función de regirnos en régimen democrático, se asemeja más a una declaración de principios e intenciones de buen gobierno que a un verdadero propósito de ponerlos en práctica, toda vez que las leyes orgánicas previstas para aplicarlos, o se diluyen en la ambigüedad o permanecen en conflicto irresuelto al cabo de casi tres décadas de haberse proclamado, por fundamental que sea la materia de que se trate para el desarrollo de nuestro país: ley electoral, concertación laboral, ordenación autonómica, de la familia, educativa, sanitaria, etc.

Podemos afirmar que nuestra democracia al uso no ha alcanzado siquiera la apariencia de una ficción en la que un «sector profesional de elegidos disponen del poder a su antojo, atentos a intereses que no son los que por representación política les debiera corresponder. La innegable asintonía política, el engaño manifiesto, la corrupción que todo lo invade, el desinterés por los conflictos que abruman al pueblo, le hacen gritar en plena calle con indignación: <<¡No nos representan!>>. Es el clamor popular, como invocando desesperadamente el sistema genuino de la democracia directa una vez perdida toda credibilidad la supuesta representatividad. Es un sentir peligroso en extremo, porque equivale a reconocer que se ha derrumbado sin remedio el armatoste construido en su día con tanto esfuerzo y dificultad, del que tanto hemos alardeado como paradigma con el nombre altisonante de «La Transición».

Basta echar la mirada histórica atrás para comprender que las condiciones de nuestra situación actual (política, social, económica, territorial, tecnológica, científica o filosófica) están exigiendo con la mayor urgencia la concertación y el consiguiente sacrificio de los que detentan el poder en auxilio de los que, desprovistos de él, están a punto de perecer. No vale llamarse a engaño. Cualquier ciudadano, de cualquier edad, sexo o condición y un mínimo de sensibilidad en el actual entorno político-social que le acucia, es capaz de predecir sin la menor incertidumbre a dónde le llevan sus pasos frente a un Gobierno desconcertado que observa el panorama tras los cristales opacos de los palacios de Invierno. La represión y la criminalización nunca han sido fórmula de solución para el Poder en estos casos; ni la propalación de falsedades, pues al pueblo no le falta olfato para distinguir lo que diferencia al fuego real de la pólvora en salvas.

La estrategia del miedo como arma política tiene fecha indefectible de caducidad. Tanto más cuanto menos tiene que perder el atemorizado. La explosión social clama cada vez con más fuerza. Que el sistema capitalista dure y perdure, no significa la incolumidad de su poder. Eso sí: la caída del pedestal en cada ocasión es más fuerte cuanto más alto sea el pedestal.

Sólo así puede entenderse tanto atropello, tanta mentira y sofisma torticero para manipular la realidad frente a la opinión pública, como si el pueblo no tuviese capacidad de discernimiento: El equívoco y la respuesta está en la calle al grito insistente de <<Sí, se puede, pero no lo quieren>>.

La política que el Gobierno está llevando a cabo con la excusa de una crisis económica, que es ostensiblemente de naturaleza global – no heredara – pero cuyo sesgo ideológico se dirige hacia el retorno a los tiempos del tardofranquismo, delatando bien a las claras que en este desgraciado País sigue sin haberse superado el mal del retroceso cavernario, que hay quien todavía pretenden usar del poder con el autoritarismo y las malas tácticas de antaño.

Política suicida, perdido todo norte de realidad, condenada a tropezar con el stop de la «calle cortada», en materias tan flagrantes como la Directiva acordada en 1993 por la Unión Europea, que fijaba el plazo de un año para que los países miembros reajustasen las legislaciones pertinentes entre ellas la suspensión cautelar del procedimiento ejecutivo del desalojo de la vivienda en uso ante cualquier cláusula contractual abusiva, como es el caso de la Ley Hipotecaria Española, que una reciente sentencia del Tribunal Europeo acaba de ratificar y es ahora, al cabo de veinte años cuando se pretende modificar por el Gobierno del Partido Popular bajo la fórmula cínica de una «ingeniería jurídica»!

El drama de los desahucios no se ha resuelto, el Decreto Ley –antidesahucios– no pasa de ser una treta que no resuelve la dramática situación de las personas desahuciadas o en vías de serlo; pero, eso sí, tranquiliza a la Banca excluyendo a la ciudadanía que soporta el injusto drama, nada sobre la dación en pago retrospectiva, nada sobre viviendas de alquiler social, en definitiva, nada que resuelva un conflicto que está costando la vida a muchas personas, exactamente igual que viene ocurriendo con la estafa bancaria de las preferentes que nadie ha suscrito sin el previo engaño de sus respectivas Cajas o Bancos. Ello debería conducir, no sólo a la devolución íntegra de los ahorradores sino a la intervención penal contra quienes estafaron abusando de la confianza de sus clientes, sabiendo a ciencia y conciencia el fin que perseguía el producto bancario que se estaba endosando.

La solución a tanto atropello no puede ser el suicidio, como está ocurriendo, ni el silencio, como pretenden despóticamente ciertos cargos políticos del Partido en el Gobierno. Tampoco puede admitirse el insulto ni la criminalización de quienes demandan la justicia de sus derechos, de quienes defienden sus legítimos intereses. No se puede jugar con el eterno incumplimiento perjudicando a la mayoría en privilegio de la minoría. En democracia los Gobiernos están obligados a defender los derechos primordiales de los ciudadanos y ciudadanas, sin que quepan discriminaciones de ningún orden.

Todo lo que no sea hablar de democracia sin vincular su Gobierno al pueblo, por el pueblo y para el pueblo –como se hartaba en proclamar Abraham Lincoln– será mera ficción, malabarismo o maquillaje, pero no genuina democracia.

Fdo. Ana Mª Pérez del Campo Noriega